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Egipto

Mitología egipcia

Para los egipcios, como para el resto de las culturas, la creación del Universo se hace de un solo acto de la voluntad suprema, a partir de la nada, de la oscuridad, del caos original. Su creador se llama Nun, era el espíritu primigenio, el indefinido ser que había tomado el aspecto del barro. Este barro que aparece con tanta frecuencia en todas las mitologías como materia prima por excelencia de los alfareros y, por asimilación, de los dioses creadores.

Por eso el barro Nun fue la cuna espiritual, la fuerza primera en la que iba tomando forma el nuevo espíritu de la luz, Ra, el disco solar, padre de todo lo que habita bajo sus rayos. De la voluntad de Ra van a nacer los dos primeros hijos diferenciados de la divinidad. Son Tefnet y Chu, ella es la diosa de las aguas que caen sobre la tierra, y él es el dios del aire y los dos hijos van a estar con el gran padre Ra en el firmamento, compartiendo su gloria y su poder y ayudándole en el largo y eterno viaje. Pero también Chu y Tefnet van a continuar la obra iniciada por Ra, creando de su unión otros dos nuevos hijos, los dos sucesores de la última generación celestial, el dios de la tierra Geb, y su hermana y esposa, la diosa del cielo Nut, para que ellos releven a la primera generación y creen la tercera, la que va a estar sobre la tierra de Egipto.

Los hijos de Geb y Nut, los cuatro hijos del Cielo y la Tierra serán dos varones y dos mujeres, aunque hay versiones que añaden un quinto hijo, al que se llama Horoeris. Ellos forman la primera generación de seres que viven sobre el suelo de Egipto, los cuatro primeros dioses que se ocupan de esa tierra escogida y que velan por ella, o que entran en el mundo egipcio para completar el binomio del bien y del mal, de la vida y de la muerte.

El primero de los varones y el mayor de los cuatro, Osiris, es el dios de la fecundidad, la divinidad que representa y sustenta la continuidad de la naturaleza. Él es quien hace nacer la semilla, quien la madura y quien agosta los campos. Osiris es el principio de la vida misma. Isis, su hermana y esposa, reina en igualdad sobre el extenso dominio del Nilo, en perfecta armonía con su hermano, formando la pareja positiva del binomio. Si Osiris se encarga de proporcionar la vida a los humanos, Isis está siempre a la zaga, tras la invención de todas las artes necesarias para desarrollar la vida, desde la molienda del grano hasta las complejas reglas y leyes de la vida familiar.

Neftis, la segunda hermana y la más pequeña de todos, no pudo tener la suerte de Isis, la fortuna de ser esposa del buen y hermoso Osiris. Por eso Neftis se quedó al margen de la felicidad; también por eso era la representación del resto del país, la diosa de las tierras menos afortunadas, las tierras secas junto a los campos de cultivo; las parcelas de secano que no tenían la suerte de ser regularmente inundadas por el agua y el limo del río en sus crecidas anuales. Set, el segundo varón y el tercero de los hijos, es la criatura que presagió su destino al nacer prematuramente, puesto que abrió el vientre de su madre Nut, haciéndola sufrir cruelmente. Set es el dios de la maldad, el espíritu negativo y el representante del desierto sin vida, la personificación de la muerte.

Naturalmente, Set odia desde la infancia al primogénito Osiris; ésta es la fábula constante del buen hermano frente al malo; es la leyenda ejemplarificadora del malo asesinando al bueno, tratando de evitar su neta superioridad, intentando borrar con la muerte la distancia entre ambos.

El caso es que Set se casó con su hermana Neftis, manteniendo la tradición iniciada por sus antecesores divinos, Osiris e Isis. Pero Neftis fue esposa del malvado Set también a su pesar, porque ella amaba a Osiris, y de este matrimonio no surgió ningún hijo, porque Set tenía que ser forzosamente estéril por su maldad. Pero no sucedió lo mismo con Neftis, ya que ella sí que consiguió tener un hijo y, precisamente, un hijo de Osiris. Para conseguirlo, emborrachó a su hermano y yació con él. Ese hijo sería conocido con el nombre de Anubis. Tanto amaba Neftis a Osiris y tanto despreciaba a su marido que, cuando se produjo su asesinato, la buena y desgraciada Neftis huyó de su perverso marido, para poder estar al lado del amado, junto a su hermana Isis, ayudándola en el embalsamamiento. Desde entonces, Isis y Neftis iban a permanecer siempre unidas a la muerte, acompañando a los difuntos en su tumba, para proporcionarles la ayuda que necesitaran al otro lado de la muerte.

No le fue demasiado difícil a Set vengarse de su hermano, matándole,. a pesar de la constante vigilancia que mantenía Isis sobre sus idas y venidas. Ella sí que conocía bien a su malvado hermano y no confiaba en absoluto en sus manejos. Después de intentar una y otra vez asesinarlo sin éxito, finalmente Set urdió un plan que le permitiera burlar a Isis. Mandó construir una caja muy rica y bella, con el tamaño exacto de su hermano. Con la caja en su poder, Set organizó una gran fiesta, a la que invitó a Isis y a Osiris, junto a otros setenta y dos personajes, que no eran otros que sus aliados en el siniestro plan. Terminada la fiesta, Set comentó que había ideado un juego, consistente en ver quién de todos los presentes cabía mejor en aquella magnífica caja, porque para el afortunado había reservado un grandioso premio. Los invitados probaron suerte, pero ninguno daba el tamaño adecuado, así que le tocó el turno a Osiris y él sí que llenaba por completo el hueco de la caja, pero no había tal premio. Los presentes se abalanzaron en tropel y encerraron al rey dentro de ella; luego la lanzaron al Nilo y el río arrastró la caja y su carga hasta el mar. Isis salió en persecución del arcón y Neftis se le unió rápidamente en la búsqueda, mientras Set y sus seis docenas de compinches celebraban precipitadamente la supuesta victoria del usurpador. Las dos hermanas mientras tanto, daban con la caja en la que había sido encerrado Osiris y comprobaban que ya no era sino un despojo.

Con sus tristes lamentos y llantos, conmovieron a los dioses y estos decidieron volver de nuevo a la vida al infortunado Osiris, mandándolas que amortajasen su cuerpo embalsamado en vendas, dando así la pauta para el posterior rito funerario, o que reuniesen sus restos para poder insuflar de nuevo la vida en su destrozado cuerpo, según la versión correspondiente.

Así que, al asesinar a Osiris, Set sólo consiguió divinizar aún más a su odiado hermano, porque el Osiris triunfante sobre la muerte iba a establecerse como la personificación divina del ciclo, y volvería a nacer y morir eternamente, reinando en la vida eterna del cielo y venciendo sobre su traidor hermano en la tierra. Pasará a ser la figura amada por las dos hermanas Isis y Neftis, la figura adorada y reverenciada por todos los egipcios, la divinidad bondadosa que gobernaba las estaciones y el benéfico Nilo en provecho de los hombres.

Sobre el relato de la muerte de Osiris existe una versión que afirma que el arca en el que su hermano Set metió su cuerpo, había salido ya al mar cuando su esposa Isis llegó a la desembocadura del Nilo, y no terminó su viaje sino en la muy lejana costa de Fenicia, yendo a dar contra un tronco que crecía al borde mismo del Mediterráneo, muy cerca de la ciudad de Biblos. El árbol, milagrosamente, creció en un instante, englobando el féretro flotante en su tronco para darle cobijo. Movido por el destino, el rey de Biblos vio aquel gigantesco árbol y mandó cortar su tronco y con él ordenó construir una columna para su palacio. Pero Isis supo también el portentoso hecho y reemprendió el viaje, hasta llegar a la ciudad de Biblos, en donde pidió ser recibida por el rey, para hacerle saber la razón de su penosa expedición. El rey escuchó el relato de la reina y ordenó inmediatamente que le fuera devuelto el cajón en donde reposaban las restos mortales del buen Osiris. Concedido su deseo y con el cajón en su poder regresó sigilosamente a Egipto, no sin antes tratar de ocultar de la maldad de Set el cadáver del infortunado esposo.

Pero Set, señor de la noche y las tinieblas dio con él y volvió a tratar de terminar con la amenaza que representaba Osiris, haciendo que sus restos fueran dispersados por todo el inmenso e intransitable delta del gran río. De nuevo Isis emprendió la búsqueda de los restos de Osiris en los pantanos del Nilo, hasta que los reunió todos. Cuando lo hubo conseguido, tomó la forma de un gran ave de presa y se posó sobre los despojos, batiendo sus alas hasta que con el aire benefactor insufló una vida renovada en Osiris. El esposo resucitado, la tomó y la buena Isis quedó preñada de Horus, el hijo que habría de vengar al padre asesinado y restauraría el orden divino en Egipto. Pero, mientras llegaba el momento del nacimiento de Horus, Isis se ocultó de Set en los pantanosos terrenos del delta del Nilo.

Osiris retornó al reino de los muertos, pero ya había dejado su semilla en Isis y de ella nació Horus en Jemnis. Fue educado bajo la presencia devota de su madre, en el mayor de los secretos. Fue preparado con esmero y paciencia en su escondite del Delta, mientras la mágica Isis le cubría con la impenetrable coraza de sus conjuros, esperando hasta que llegase la hora de la venganza definitiva. Y esta hora llegó. Sólo que la lucha entre Set y Horus iba a ser larga y angustiosa; una pelea que parecía no tener fin, en la que uno y otro contendiente inflingían tanto daño como el que recibían de su adversario.

Tan penoso era el combate, que Tot, el dios de la Luna y la divinidad del orden y la inteligencia, se apiadó de los combatientes e intervino para mediar en la disputa, llevando a ambos ante el tribunal de los dioses y haciendo comparecer también a Osiris. El tribunal sentenció que en la causa entre Set y Osiris, sea Osiris quien recupere el reino que tuvo en vida, y añada a su corona la parte del país que originalmente correspondió a su hermano y asesino. En la larga y controvertida vista de la pugna entre Set y Horus, que duró nada menos que ochenta años, los jueces celestiales terminaron por fallar el pleito sobre los derechos sucesorios a favor de Horus.

El hijo póstumo de Osiris recuperaba lo que le correspondía por su linaje: la sucesión en el trono de Egipto. Así el hijo era reconocido como el soberano indiscutible, dentro de la tradición clásica que adjudicaba a los reyes y a los reinos un sentido de voluntad divina.

Por estas dos sentencias Set pierde su poder, conquistado con malas artes, pero no es castigado, sino apartado del mundo. Set pasa a ser también una divinidad necesaria, porque es acogido por Ra, divinidad solar, para que se ocupe en los cielos de alternar la noche con el día y deje que sean los reyes los que gobiernen sobre la tierra.

Horus, a su vez, engendra cuatro hijos: Amsiti, Hapi, Tuemeft y Kevsnef. Aunque no se sabe a ciencia cierta quien pudo ser la madre, si existió, o si bien, como dicen algunas leyendas, son hijos de Horus y su madre Isis. El caso es que ellos acompañarán a su abuelo Osiris en los juicios a los muertos, cuidarán de los cuatro puntos cardinales y se ocuparán de velar por las necesidades y la salud de las entrañas de Osiris.

Como suele contarse en todos los mitos, una vez pasada la primera época de armonía, las criaturas terrestres, los seres privilegiados creados por la sola voluntad de Ra, dios supremo, se alzaron contra su señor. Eran las sucesivas luchas a muerte entre los enemigos de la tierra y las comitivas celestiales, luchas tan feroces que fueron desgastando las energías de Ra, hasta hacerle perder su fuerza y babear. Con esa baba caída de su boca, Isis formó un barro, y con él construyó el áspid que, colocado al paso del dios, envenenó a Ra. Hecho esto, Isis se presentó ante el doliente herido, prometiéndole un antídoto a cambio de que la divinidad revelara su nombre secreto. Ra se resiste mientras puede aguantar el dolor terrible, Ra trata en vano de eludir la respuesta, pues sabe que el nombre de la cosa y el poder sobre ella es lo mismo. Pero, al final y vencido por el creciente dolor, Ra tiene que doblegarse y decir al oído de Isis ese nombre que ahora también ella va a conocer, a la vez que también le comunica con ese acto su fuerza total.

Una vez vencido por Isis, el debilitado Ra va a ser también el blanco de otros ataques de los seres humanos, y su venganza, a través de la diosa Sejmet, la mujer-leona que encarnaba a la guerra, es tan terrible que casi termina con la humanidad. Sin embargo al final siempre es mayor el amor que siente por su obra creadora, se apiada de los azotados humanos justo a tiempo, y envía una lluvia de cerveza roja que cubre toda la superficie del planeta. Esto sirve para confundir a Sejmet, quien la toma por sangre y trata de saciar su sed de muerte con ella, embriagándose con el rojo líquido de tal manera que deja de ejecutar la sentencia de muerte que Ra había decretado para los humanos.

Después de este acto de compasión hacia sus desagradecidos hijos de la Tierra, Ra se retira para siempre de todo lo relacionado con los asuntos de la gobernación, cediendo al hijo de su hijo Chu, al buen Geb, representante divino del planeta, el poder sobre el globo terrestre y quienes sobre él habitan. Aunque tampoco lo abandona definitivamente, ya que Ra se compromete a ayudar a Geb con sus consejos y perpetua vigilancia.

Tot intervino en los pleitos divinos entre Osiris, Horus y Set, llevando su arbitraje al tribunal de los dioses. Pero además él reinaba sobre todo el Universo con su sabiduría y ponía en él orden. Al gran Tot se le identifica con la posesión de todos los conocimientos mágicos y se le considera inventor de la palabra, creador de la escritura, el ser superior que manejaba los conceptos y poseía, pues, el poder sobre los seres y las cosas inanimadas.

Por eso, era el dios natural de los muy importantes y omnipresentes escribas de Egipto, el grupo de los más significados funcionarios de todo el reino, de los hombres que contaban y relacionaban todos los actos, los que catalogaban las pertenencias de reyes y señores, y los que narraban las crónicas de cada época. Tot, por su parte, estaba encargado, como escriba de escribas, de hacer la relación de los reyes presentes, pasados y futuros. Él conocía el destino de los vástagos reales y señalaba cuál de ellos reinaría por la voluntad de los dioses sobre todo el imperio del Nilo y cuanto duraría su feliz reinado. Tot determinaba así todo lo que estaba escrito, por su propia mano, que debía suceder. Él era la personificación misma del destino omnisciente.

Desposado con Maat, diosa de la justicia e hija de Ra, formaba un matrimonio que comprendía todo el ámbito de la justicia, pues él la ejercía sobre los dioses y los seres vivos, mientras Maat presidía el juicio de los muertos, junto a Osiris. También se presenta a Tot casado con otras dos esposas de ascendencia divina, Seshet y Nahmauit, se le consideraba como el padre de otros dos dioses menores, Hornub, hijo habido con la primera, y NeferHor, de su unión con la segunda, y gozaba de un mes con su nombre, consagrado a él, situado al principio de cada año.

Amón se convirtió en el rey de los dioses desde la capitalidad de Tebas, en el dador del poder divino a los faraones y en el dios único y oficial de Egipto. Reemplazaba así al cansado y debilitado Ra en el transporte del disco solar a lo largo del arco celestial. Amón, con un criterio coherente a la importancia del astro solar, pasó a ser el dios de la vida, de la creación, de la fertilidad. Cuando desaparecía en el cielo visible, Amón pasaba a iluminar la noche de los muertos, el otro lado de la vida.

Después, durante el reinado de Amenofis, que se auto-rebautizado como Ajenatón, Amón fue sustituido por Atón, un derivado del dios creador, Atum. Éste pasó así a convertirse en la representación del sol de Poniente y de allí, por voluntad del faraón, en el dios único. Pero aún cambiando de nombre seguía siendo el mismo dios solar, y poco costó, a la muerte del rey Ajenatón, devolverle el viejo nombre y las antiguas atribuciones, para recuperar su identidad inicial de Amón y rebasar los límites del imperio egipcio. Así fue adoptado como dios supremo en los pueblos colindantes de Libia, Nubia y Etiopía, convirtiéndose en dios oracular en su gran templo situado en medio de las arenas desérticas de Libia.

El gran Amón, casado con la diosa Mut, tuvo un hijo, Jons, que pasó de ser una divinidad lunar secundaria, a convertirse en permanente acompañante de su padre en las diarias travesías a bordo de la barca solar. Con Mut y Jons, se completa el panteón tebano y se cierra por completo la sagrada trinidad de los dioses de Tebas, a semejanza del trío formado por Osiris, Isis y Horus.

Si grande era el poder de los dioses y casi tanto el de sus designados, los faraones, el mundo de la muerte era, en definitiva, el que gobernaba la vida de los humanos, ya que toda la vida de los agipcios se orientaba a cumplir con el costoso rito del enterramiento, de la preservación del cuerpo del difunto y del acopio de los muchos bienes que debían acompañarle en su marcha hacia la vida eterna. Además de todo este cortejo de muebles, barcas rituales, imágenes del muerto, efigies de los dioses menores y mayores, alimentos, libros de oraciones y consejos, debía permanecer el cuerpo, tan intacto como se supiera hacer, porque todavía no se había llegado a abstraer la idea del "alma", y sólo se identificaba la posibilidad de la vida tras la muerte con la conservación del aspecto humano. Por ello, en los enterramientos más privilegiados, se conservaban embalsamadas por separado, junto a la momia igualmente embalsamada, las vísceras del difunto, ya que no resultaba posible, por su rápido deterioro, mantenerlas dentro del cadáver.

Aquí jugaban un papel decisivo los cuatro hijos de Horus, puesto que, al igual que hacían con las entrañas de Osiris, ellos cuidaban del buen estado de las vísceras humanas y las protegían de cualquier peligro que pudiera amenazarlas. Los cuatro se repartían sus cometidos de la siguiente manera: Amsiti cuidaba la vasija que contenía el hígado; Hapi velaba por la urna en donde se encontraba el pulmón; Tuemeft vigilaba el estómago del difunto; y, finalmente, Kebsnef cuidaba el vaso en el que se conservaban los intestinos.

Pero no estaban solos los cuatro hijos de Horus en estas trascendentales tareas de ultratumba, ya que Isis acompañaba a Amsiti; Neftis estaba con Hapi; Tuemeft cumplía su misión junto a Neit, la diosa de las aguas del Nilo; y Selket, divinidad del Delta quien había criado al gran Ra, estaba con Kebsnef.

Presidía las ceremonias del estricto juicio a los muertos Osiris, con Horus, Tot, Maat y sus cuarenta y dos asesores especializados en las cuarenta y dos faltas que debían ser calibradas. Esta cifra, compuesta por siete veces seis, era un número doblemente mágico. Ante él se pesaban las buenas y las malas obras del difunto, el alma o resumen de su vida, y se enjuiciaba esa relación de pecados o virtudes.

Pero no terminaba el trámite con el pesado y defensa del difunto, tras esa primera parte, se pasaba a contrastar si lo expuesto había sido cierto y todo lo enjuiciable había sido sacado a la luz. La veracidad del juicio del alma era contrastada con el pesado minucioso y preciso del corazón, colocado en la balanza frente a una leve pluma, y bastaba que ese corazón fuera quien inclinase la balanza en su lado para que se condenara al muerto a la verdadera prueba final. Era condenado a padecer todos los sufrimientos posibles, inmovilizado en la oscuridad de su tumba, o inmediatamente devorado por una terrorífica divinidad, Tueris, una criatura con cabeza de cocodrilo y cuerpo de hipopótamo que aguardaba pacientemente al mentiroso.

Si todo estaba a favor del difunto, Osiris lo premiaba con el renacimiento y el paso a la vida eterna. Pero junto a él estaban otras dos divinidades especializadas en el ciclo de la muerte: Anubis, hijo de Neftis y Osiris, aunque criado y educado por Isis, y Upuaut, un antiguo dios de la guerra. Los dos, aunque especialmente Anubis, aparecen siempre con cabeza de chacal, o de perro acompañando a Osiris en el trance del juicio como sus primeros auxiliares. Eran dos seres acostumbrados a cuidar de los muertos, uno por haber ayudado en su día a embalsamar el cadáver de Osiris, y el otro por haber tenido que hacerlo en tantas ocasiones, cuando guiaba las expediciones guerreras y debía cumplir el ritual con sus guerreros fallecidos en combate.